Los cuarenta llegaron a mi expediente como los 28, los 30, los 33, los 37…sin sentirlos. Ahora que lo pienso, creo que me gané esa fortuna con mi necedad de nacer en plenas posadas, ya saben: campanitas, villancicos, pino oloroso, adornos, cena deliciosa, familia…¿quién puede entristecerse porque su pastel de cumple ya parece una fogata?
Es cierto que los años pasan, que el metabolismo cambia con cada década, que la piel pierde humedad y gana arrugas, marcas, manchas, sombras... Los años están ahí, sé que los tengo, que pasan y se quedan, pero pienso que lo relevante no es la cifra, sino lo que hemos pasado mientras llegamos a ella.
Tampoco se olvida que en la mujer los estragos del paso del tiempo son especialmente evidentes si, además, tuvo hijos después de los 30 y el ejercicio no se le da. Lo único que agregaré sobre el punto, es que mis dos críos valen cada gramo de grasa que se pegó a mis músculos abdominales y cada cana que se asoma entre mis rizos esponjados.
Pero la edad, es lo de menos. Siento que mis 40 son maravillosos y no los cambiaría por nada, pero tampoco puedo afirmar que son maravillosos porque son 40, podrían ser 50 o 30. Es sólo percepción, como aquello del vaso medio lleno, o medio vacío ¿se acuerdan?
La primera vez que me dijeron “señora” tenía 24. Fue realmente extraño porque, menuda desde niña (y chaparrita), siempre me han dicho que soy lo que comúnmente se denomina “traga-años”. Confieso que aquella vez me afectó el apelativo, pero ahora sé que para una niña de 14 o 15 años, una mujer de 24 seguro siempre es una “ñora”, mientras para mí que ya tengo 40, es casi una adolescente.
Así las cosas, todo depende del cristal con que se mire y como decía mi abuela Toña, de cómo nos fue en la feria. La mía es hoy más divertida que nunca: mucha adrenalina, mucho trabajo, mucha pasión, mucho sexo, muchos estrés, dos-tres reveses y depresiones pasajeras para darle sazón y ayudar a crecer… Pero es así desde los 31, edad a la que decidí que era hora de vivir sola (sí, sí, ya sé, debió ser antes, pero el síndrome de Peter Pan es duro de roer).
Puede leerse arrogante, pero con 40 encima, me miro al espejo y sólo me veo a mí. Es decir, a veces con las redondeces de la espera de los hijos; otras reseca por los estragos de algún reven o pálida por la llegada de enfermedades propias o ajenas. Pero siempre, invariablemente, veo el mismo rostro que la primera vez que me unté rimel en las pestañas…
De eso hace ya 26 años y las pecas de mi nariz siguen donde las dejé.
@giaglams en twitter
:) me encantó
ResponderEliminarWow! precioso, si al final siempre somos nosotras mismas las que estamos frente al espejo.
ResponderEliminarDe acuerdisimo, si acaso los 40 se antojan para pararse a reflexionar, pero la intensidad, la alegria y la motivacion no tiene edad. Solo nuestra percepcion nos hace darle peso al paso de la decada.
ResponderEliminarGracias por la frescura de tu relato