Pasé el cumpleaños 40 pensando que tenía todo bajo control, que valía la pena lo que había hecho con mi vida a lo largo de los años. Como la de muchos, en papel, mis circunstancias eran redonditas: una vida equilibrada, con su porción de altibajos, de muertes y de nacimientos, de triunfos y de limitaciones. La foto familiar, una postal: el relativo éxito profesional, el esposo, los hijitos, la sonrisa y hasta el perrito. Pasé los cuarenta creyéndome un poco más sabia que antes, un poco más fabulosa y un poco más asertiva. Hasta llegué a pensar que me había graduado de mi misma.
Hace un mes cumplí 41. El cumpleaños me encontró, literalmente, con mochila al hombro y lista para cerrar la puerta tras de mi. A punto de emprender el viaje más emocionante de mi vida, hacia la montaña, hacia lo desconocido. Y también, hacia dentro. Este viaje interior me lleva a profundidades de las que me sentía incapaz. No es que la postal se haya desdibujado, es que lo que representa se cayó de golpe y me di cuenta que la satisfacción interior no es algo que se alcance a los cuarenta. Quizá nunca, por dentro hay un anhelo, entre nostálgico y gozoso, de conocer más, hacer más, entender más. Lo que busco es congruencia y para lograrla, la vida me ha forzado a desmarañar las historias que yo misma había creado para sentirme capaz de decir que estaba graduada de mi misma. El posgrado especializado en congruencia es duro, implica soltar amarres, aceptar la confusión y la tristeza con la misma cara con que una dice merecer felicidad, amor y éxito.
He descubierto una furia que me permite correr mas rápido, llegar más lejos y decir lo que tengo que decir con mayor claridad. De hecho, le he podido poner nombre a emociones y situaciones que eran intangibles para mi pero que ahí estaban, esperando ser reconocidas y tomando fuerza en la pausa.
Este curso de congruencia se trata de aceptar que la que soy, eso soy. Que hay mucho que puedo hacer y mucho que no, pero el límite no está impuesto, ni siquiera por mi propia mente. Ese lo voy descubriendo y me obliga a enfrentarme, máscara contra cabellera, con la soledad y el dolor que mis decisiones provocan en otros. Y a tomar eso en cuenta, porque ahora, para mi sorpresa, para que yo esté bien, otros tienen que estarlo antes, aún a pesar de mi misma.
Este curso ofrece también su porción de gozo. Me hace buscar oportunidades de hacer lo que disfruto y estar con quienes quiero. Me permite encontrar momentos de pausa y reconocer las señales de que he avanzado en este camino: la arruga en mi frente que ahora se nota más. La perplejidad ante la estatura de mi hijo. La fuerza de mis piernas, lo conectada que estoy con otros.
Y así, mochila al hombro y consciente de todo lo que he dejado y todo lo que, consciente e inconscientemente, he decidido seguir cargando, pongo un pie frente al otro y me adentro en el sendero de la segunda parte de mi vida, feliz por la oportunidad y abierta a las posibilidades.
Escrito por Lu Botello